¿Regalar los impuestos?: Los retos de repartir dinero como política pública

Pedro Gerson

En 1834, en Inglaterra, se aprobó una de las reformas al sistema de beneficencia social más importantes de la historia hasta ese momento. Desde el Medievo, las Poor Laws habían dado asistencia social a las clases más desfavorecidas. Sin embargo, en el siglo XIX, algunos legisladores empezaron a considerar que estas leyes desincentivaban el trabajo. Esto derivó en recortes severos a la asistencia social del gobierno, no sólo en los montos otorgados, sino en los criterios para acceder a ellos. Con este cambio legislativo, quizá, comenzó un gran debate acerca del asistencialismo social y el papel que el gobierno debe jugar en el mismo. Un debate que aún no ha terminado.

Varias de las propuestas de los candidatos a diversos cargos públicos han abierto una vertiente novedosa de este debate. Por ejemplo, durante su campaña, Alfredo del Mazo prometió un salario rosa. Este programa otorgaría 600 pesos al mes a todas las amas de casa mexiquenses. Por otro lado, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) prometió, de llegar a la presidencia, una serie de apoyos a jóvenes que oscilaría entre medio y uno y medio salarios mínimos al día.

En este espacio, no planeo analizar los esquemas de los candidatos de forma específica, sino explorarlos de modo general para entender qué tan viables son. Estas propuestas, especialmente la de López Obrador, se acercan a una de las ideas que más ha ganado tracción en el mundo en los últimos años: la renta básica universal (RBU). Ésta es, en esencia, un ingreso pagado por el gobierno a todos los ciudadanos sin que haya restricciones económicas o de trabajo. La idea de la RBU responde tanto a la desaceleración económica como al pobre crecimiento del salario real, dos fenómenos que han venido siendo cada vez más visibles en Occidente en los últimos 20 años.

Aunque en primera instancia suene como un asistencialismo desmedido, la RBU ha tenido apoyo tanto por parte de grupos de izquierda como de derecha. Los primeros han aplaudido la idea, en parte, porque potencialmente es una forma más eficaz de redistribuir el ingreso. Para los segundos es atractiva porque se piensa que podría, con el tiempo, ree­m­plazar programas de bienestar social que son muy costosos y burocráticos. En pocas palabras, para la izquierda, la RBU representa la posibilidad de un ingreso mejor distribuido a nivel poblacional, y para la derecha, un Estado más chico y más efectivo.

Las propuestas de AMLO y de Del Mazo no son exactamente programas de RBU, pues se acota el “universo” al que aplicarían. La primera se restringe a mujeres amas de casa, la segunda, a jóvenes. Sin embargo, ambas propuestas comparten un aspecto importante con la RBU: no importa la clase social del beneficiario, si la persona es parte del universo, recibe el bono. Contrario a lo que se podría creer, estos subsidios generales han mostrado ser bastante eficaces. Ya en la década de 1990, los académicos Walter Korpi y Joakim Palme presentaban evidencia de que subsidios para todos, ajustados al ingreso, tienden a reducir más la pobreza y la desigualdad que programas enfocados exclusivamente a subsidiar a la población en situación de pobreza.

Hoy por hoy hay muchos lugares que están llevando a cabo experimentos con la idea de dar una renta básica universal (todos con sus respectivas “tropicalizaciones”). Finlandia, algunas ciudades en Canadá, Holanda y Escocia están empezando pruebas piloto para medir los efectos de programas que se basan en la RBU. Hay dos razones principales (y relacionadas) para la cautela inicial de cara a estos programas. La primera es que si bien hay evidencia empírica y teórica que apoya su efectividad, ésta es aún limitada. La segunda es que hay mucha renuencia de ciertos sectores que ven este tipo de apoyo como un desincentivo al trabajo. Para poder convencerlos de lo contrario es necesario recabar evidencia que lo demuestre. Esto nos regresa a las propuestas que actualmente se anuncian en nuestro país.

Si bien, como ya se ha dicho, hay algo de sustento teórico y empírico para las propuestas tanto de López Obrador como de Del Mazo, hay dos problemas a los que se enfrentan. El primero es presupuestal. A diferencia de los pilotos que otras ciudades están implementando, estos estímulos requerirían un ajuste presupuestal enorme. El segundo tiene que ver con los beneficios que los ciudadanos perciben del gasto gubernamental y cómo la ausencia de éstos puede desmantelar la efectividad de programas como los propuestos por López Obrador y por Del Mazo.

¿Qué tanto es tantito?

Para esta sección, por espacio, nos enfocaremos en la propuesta de becas y apoyos para jóvenes de López Obrador (sin embargo, un análisis de la propuesta de Del Mazo arrojaría conclusiones similares). En un artículo para Nexos, Alexandra Zapata y Max Kaiser estiman que el costo de la propuesta de AMLO es de 182 mil millones de pesos anuales. Según los autores, esta cifra equivale a más de dos veces el presupuesto de Prospera —el programa más grande de la Secretaría de Desarrollo Social—, cinco veces el de la UNAM, y más que el gasto federal en obra pública anual. Es decir, sería un expendio enorme.

Otra forma de verlo, sin embargo, es que el proyecto de AMLO no representaría un gran aumento en el gasto en desarrollo social como porcentaje del pib. De acuerdo con un estudio de la OCDE, México es el país de ese grupo que menos gasta en desarrollo social.Mientras que en nuestra nación el gasto social es de alrededor del 7.5% del pib, el promedio de la OCDE es de 21%. La propuesta de AMLO aumentaría el gasto social del país a poco menos de 8.5% del PIB, un porcentaje que colocaría a México en una posición todavía muy por debajo del promedio de la OCDE. Bajo esta óptica, el plan de AMLO parece no sólo alcanzable sino razonable.

La diferencia entre las dos visiones planteadas en los párrafos anteriores es cuestión de enfoques y, quizá, de ideologías. Sin embargo, aun si creemos que el programa no es costoso relativo al pib, el gobierno tendría que encontrar los recursos para aumentar el gasto destinado al desarrollo social. Para poder gastar los 182 mil millones que la propuesta de López Obrador requiere, el gobierno tiene tres opciones reales: recortar el presupuesto actual para crear espacio para este programa, aumentar los impuestos o disminuir la informalidad. Ninguna se antoja particularmente plausible. El recorte presupuestal del 2017, uno de los más grandes (e impopulares) de la historia, fue de 239 mil millones de pesos, no mucho más de lo que se requiere para el programa de AMLO. Por otro lado, un aumento de impuestos de esa magnitud es inviable políticamente (y AMLO ya dijo que no lo haría).2 Por último, disminuir la informalidad no es algo que se vaya a lograr con facilidad. De hecho, es uno de nuestros grandes y más elusivos pendientes como país.

Es la eficiencia

Aun si consideramos que el ajuste presupuestal (la opción más viable e inmediata) vale la pena, hay un obstáculo importante para su éxito. En el trabajo de Korpe y Palmi anteriormente mencionado, los autores sugieren que, para que este tipo de programas de repartición de rentas generalizadas funcione, los ciudadanos tienen que sentir que “obtienen beneficios significativos a cambio de sus impuestos”. La evidencia anecdótica que todos compartimos indica que en México éste no es el caso, y podemos consultar fuentes oficiales que reiteran lo mismo. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2015, por ejemplo, sólo el 38% de los mexicanos están satisfechos con los servicios municipales. De hecho, 38% parece alto. Al fin y al cabo, México es un país repleto de instituciones públicas averiadas: escuelas que poco educan, hospitales que poco curan, policías que poco cuidan, transporte que alcanza poco, y gobernantes a los que parece importar poco.

De acuerdo con la casa encuestadora Gallup, México está por debajo del promedio de satisfacción de países de la OCDE con sus servicios de salud, justicia y educación.3

Esta insatisfacción con los servicios públicos nos habla de que una buena parte de los mexicanos no consideramos que recibimos algo a cambio de nuestros impuestos. De hecho, el 36% de los ciudadanos no sabe cuál es el beneficio de pagar impuestos, y 45% considera que sería mejor pagar menos aunque recibiera menos.4 Esto nos debería hacer dudar del potencial de éxito de los programas como los propuestos por AMLO y Del Mazo. La realidad es que no existe el mínimo consenso necesario sobre que el gobierno proporcione servicios de calidad para que los programas sean exitosos.

Si estos programas tienen de verdad potencial para disminuir la pobreza y la desigualdad, es un sinsentido probarlos sin tener las condiciones mínimas para que funcionen. Implementar políticas públicas parecidas a la RBU en México sería como comprar una computadora de último modelo sin tener acceso a electricidad. Aquellos que apoyan este tipo de programas podrían, por usar otra metáfora, estar dándose un tiro en el pie al impulsarlos en este momento. Cabe recordar que el asistencialismo social —de cualquier tipo— tiene muchos detractores. El fracaso de un programa tan grande como los propuestos por AMLO y Del Mazo podría empoderar aún más a quienes niegan la utilidad del asistencialismo.

Hacer que los programas públicos en general logren sus objetivos no es ni una idea ilustrada ni algo que se va a lograr con facilidad. En los discursos de los candidatos, sin embargo, pareciera que tanto la corrupción como la ineficiencia en el gasto son problemas inexistentes o menores. “Es cuestión de disciplina en el gasto” o “si llego yo no habrá corrupción” son frases que oímos con frecuencia y que reflejan una ignorancia profunda del tamaño del problema y del reto que implica componerlo.

Publicado por Este País 
01-07-2017