Mil gracias. En este instante tienes los ojos puestos en estos párrafos. Tu atención y tu mirada podrían estar enfocadas sobre un paisaje, un partido de futbol o el rostro de un ser querido. Sin embargo, has optado por utilizar este momento del día para seguir el hilo de mis palabras. Dejaste de hacer una cosa para hacer otras. Escogiste leer estas líneas y sacrificaste un universo vastísimo de actividades. A ese trueque de opciones se le llama costo de oportunidad.
En la revista Harvard Business Review, Shane Frederick compara la reacción de dos presidentes de Estados Unidos frente al costo de oportunidad de ir a la guerra. En 1953, Dwight D. Eisenhower declaró: “El precio de un bombardero moderno equivale a más de 30 escuelas de ladrillo… Un solo barco de guerra podría pagar el costo de nuevas casas para albergar a más de 8 mil personas”. En 2002, George W. Bush afirmó: “El precio de la libertad y la seguridad es alto, pero nunca demasiado alto. Cualquiera que sea el costo para defender a nuestro país, nosotros lo vamos a pagar”. A la postre, ese costo provocó el déficit fiscal más grande en la historia de Estados Unidos.
Una empresa privada que ignora los costos de oportunidad es un negocio destinado a la quiebra. La decisión entre pagar una deuda, incrementar la inversión en una fábrica o ampliar el presupuesto de logística y distribución puede determinar si una compañía prospera o desa- parece. En esencia un buen empresario es un buen administrador de costos de oportunidad. En un escenario de recursos ilimitados, donde el dinero crece en macetas, los costos de oportunidad serían irrelevantes.
La diferencia entre un empresario y un gobernante es que el primero tiene mucho más clara la finitud del dinero. Un presidente como Bush aplica el principio del Borras para medir las consecuencias humanas y financieras de sus decisiones: primero se lanza a la guerra y luego se pone a hacer cuentas sobre las implicaciones históricas de su arrojo militar. En su presupuesto para el año 2012, el presidente Obama decidió recortar una rebanada del gasto bélico, por lo que en la realidad sí hay un precio demasiado alto para garantizar la seguridad u otros servicios públicos.
La decisión del gobierno federal de permitir la deducibilidad de colegiaturas de escuelas privadas parece una alternativa de política pública que ignoró los costos de oportunidad. La medida es positiva, ya que aligera la carga fiscal de los contribuyentes cautivos. Una familia mexicana tiene mucho más inteligencia y sentido común para gastar 8 mil pesos al año que nuestras burocracias federales, estatales o municipales. Sin embargo, esta deducción fiscal beneficia a los sectores de ingresos medios y altos, que ya son los principales favorecidos por subsidios monumentales al consumo de gasolina y electricidad.
La deducibilidad de colegiaturas sería un éxito rotundo si en el siguiente ciclo escolar un número importante de alumnos de escuelas públicas emigra a planteles privados en busca de mejor calidad educativa. Sin embargo, no creo que esto suceda.
¿Qué debieron hacer con los 13 mil millones de pesos que cuesta la deducibilidad de colegiaturas? Dejar la deducibilidad pero sólo a nivel de preparatoria, donde la oferta de educación pública es mucho más restringida, por lo cual millones de jóvenes se quedan sin opción de continuar su educación. Los recursos sobrantes se deberían concentrar en replicar el sistema de vouchers educativos que se aplica en Chile, donde el gobierno entrega un “vale por colegiaturas” para que cada familia decida dónde deben estudiar sus hijos. Este sistema de subsidios directos debería estar enfocado a un sector de la sociedad donde los hijos corren el riesgo de interrumpir su educación preparatoria por la necesidad de ponerse a trabajar. Así, el programa podría servir como un umbral de ingreso a la clase media. Ojalá que tu decisión de llegar hasta el final de este texto haya sido una buena inversión de tu tiempo.