El jurista José Roldán Xopa define los cambios a la Constitución mexicana como una especie de pulserita mágica. Esos brazaletes, además de vestir la muñeca, te prometen la cura del cáncer, el remedio a la fatiga crónica y el mal de ojo. Los cambios en el marco legal son, en muchas ocasiones, un placebo anestésico para disimular los dolores que aquejan a nuestra República. Yo mismo he probado en carne propia el adormecimiento y euforia que puede provocar una reforma constitucional.
En 2008, el Congreso aprobó una importante innovación en el texto de la Carta Maga. Los legisladores federales se otorgaron la facultad de expedir leyes para armonizar la contabilidad financiera de los tres niveles de gobierno. El cambio constitucional me hizo suponer que, de forma súbita, iniciaba una nueva etapa en la rendición de cuentas en estados y municipios. Cuatro años después, en entidades como Coahuila y Michoacán, todavía es posible esconder las deudas del gobierno. Sobre la armonización contable de los municipios, hay muy poca información para saber si se ha cumplido en los hechos el espíritu de la ley.
En Silicon Valley, la meca de las empresas de internet, hay una regla clave para determinar el éxito de un nuevo proyecto: una idea innovadora sólo vale el 10% del negocio, el otro 90% depende de la ejecución. Las compañías que han marcado la historia de internet han partido de una idea muy sencilla, pero muy bien ejecutada: un buscador de palabras, una librería con un catálogo en línea, un anuario de escuela electrónico que te permite comunicarte con una amplia red de contactos sociales. Así nacieron Google, Amazon y Facebook. La idea se nos pudo ocurrir a ti o a mí. Sin embargo, el mérito empresarial y revolucionario reside en transformar un enunciado en una herramienta útil para miles de millones de personas. Las reformas a la Constitución o leyes secundarias son en esencia una buena idea, a la espera de ser ejecutada.
En 2008 se llevó a cabo una reforma energética que fue aplaudida por políticos de izquierda, centro y derecha. Sin embargo, la nueva ley dejó una laguna que se convirtió en pantano. La flamante disposición jurídica creó la Comisión Nacional de Hidrocarburos con el fin de supervisar la exploración y extracción de petróleo y gas. La idea original era crear un organismo al que Pemex le rindiera cuentas. Sin embargo, en la práctica, el monopolio paraestatal no ha demostrado mucha voluntad de entregarle a la CNH información financiera y geológica sobre la operación de diversos yacimientos. El regulador tiene que ejecutar la ley a ciegas. Nadie se preocupó por fortalecer las obligaciones de Pemex para entregar datos clave sobre el patrimonio energético que, en teoría y norma, pertenece a la nación.
Últimamente se ha difundido la noción de que México es un país sobrediagnosticado. Las soluciones a los problemas nacionales están todas analizadas y a la vista. Sólo falta que nuestros políticos se pongan de acuerdo para que el sol amanezca en un país distinto. El argumento del sobrediagnóstico está basado en la premisa de los poderes extraordinarios de la pulsera prodigiosa. La fe en la cura mágica reside en un equívoco: un cambio en la redacción de las normas tiene un efecto instantáneo en la transformación de la realidad. El debate nacional está obsesivamente enfocado en las formas legales y se deja a la deriva el tema de la implementación.
Las reformas constitucionales son momentos épicos y fotogénicos, siempre tienen fecha de nacimiento y un cúmulo de orgullosos progenitores. En cambio, el proceso de ejecución es lento y engorroso. No hay oportunidades de foto, sino la pausada gestión de recursos humanos y financieros. Los héroes de la implementación son funcionarios discretos que enfrentan al batallón de diablos escondidos en los detalles. Con frecuencia nos imaginamos cómo sería México si aprobamos las reformas estructurales. También sería pertinente inquirir qué país tendríamos si se hubieran operado bien los cambios que ya aprobamos.