Su pluma era un objeto punzocortante. Su tinta mezclaba el arsénico con la sosa cáustica. Un tumor en la garganta apagó la voz de uno de los provocadores intelectuales más importantes de la lengua inglesa. Esta semana falleció el autor anglosajón Christopher Hitchens. Uno de los rasgos esenciales de la democracia es la posibilidad de cuestionar a cualquier tipo de autoridad. Esa fue la vocación principal de Hitchens. Sus preguntas incómodas cimbraban la soberbia de personajes que ejercían el poder desde el púlpito, el gobierno o los medios de comunicación. El Hitch, como le decían sus amigos, no dejaba títere con cabeza, monarca con corona o santo en el altar. La prosa de sus dardos tuvo como objetivo a la Madre Teresa de Calcuta, la familia Clinton, la realeza británica y el fervor religioso en todas sus formas y presentaciones.
Su afán por la controversia no se limitaba a la página escrita. Su vida cotidiana era una procuración incesante de la polémica. En una cena con amigos en el restaurante de un club de golf en Florida, famoso por su tradición antisemita, Hitchens revisó el menú con cierto desdén. Después le exigió al mesero, en un alto tono de voz, que por favor le diera la lista de platillos kosher para esa noche. Al llenar una forma burocrática del gobierno de Estados Unidos, le exigieron que especificara su origen racial. Después de desechar las opciones Blanco, Afroamericano, Latino y Asiático, Hitchens escribió: raza humana. Un policía notó que la forma no estaba “bien” llenada y le ordenó que escribiera Caucásico. A los cual Hitchens respondió: “No tengo vínculo alguno con el Cáucaso y no estoy de acuerdo con estas añejas categorías etnográficas”. Después de tener el mismo pleito en varias ocasiones, un día descubrió que la forma para cubrir ese trámite burocrático ya no exigía la autodefinición de raza.
Hitchens fue un púgil que usaba los argumentos, como un boxeador utiliza los puños. Sin embargo en el ring de las ideas también hay reglas para enfrentar al adversario. En su libro Cartas a un joven disidente sostiene: “Uno debe intentar combinar el máximo nivel de impaciencia, con el máximo posible de escepticismo, con el máximo desprecio por la injusticia y la irracionalidad, para después añadirle una alta dosis de ironía autocrítica”.
Una de las batallas más controvertidas de su biografía intelectual fue su fiera defensa a la invasión de Estados Unidos a Irak. Su argumento central fue que el fundamentalismo islámico y la dictadura de Sadam Hussein representan un ominoso peligro sobre las democracias y los valores liberales de occidente. La amenaza de muerte contra el novelista Salman Rushdie fue la primera señal de alarma. El 11 de septiembre del 2001, cuatro aviones tripulados por terroristas trajeron el anuncio definitivo. El DNA de la dictadura de Hussein estaba marcado la brutalidad y la violencia. El punto más importante de Hitchens es que en un régimen totalitario, la ausencia de guerra no es un sinónimo de la paz. El antiguo militante de la izquierda troskista acabó como abogado de las ofensivas bélicas del gobierno de George W. Bush.
Detrás de la fachada del amargo polemista, su pasión por los argumentos disimula el alma de un tipo profundamente sentimental. En su autobiografía Hitch-22 viene una frase que resume las motivaciones que marcaron su paso por el mundo: “Una vida marcada por la amistad, el amor, la ironía, el humor, la paternidad, la literatura, la música y la oportunidad de tomar parte en batallas para liberar a otros, no puede ser considerada una existencia sin propósito”.
Los silogismos están de luto. El duelista ha colgado su espada, pero sus filosos argumentos seguirán peleando batallas.