Uno de los mejores diálogos de la literatura norteamericana ocurre entre el chofer de un tractor que tiene las órdenes de desalojar a una familia de su casa y el antiguo dueño que está a punto de atestiguar la destrucción de su propiedad. La escena nació de la pluma de John Steinbeck en Las viñas de la ira, la novela que transformó a la Gran Depresión de los treinta en un género literario:
“-Yo la construí con mis propias manos. Si la intentas derribar, voy a tomar una escopeta y te voy a dejar agujerado como a un conejo. -No soy yo -contesta el hombre del tractor- no hay nada que yo pueda hacer. Es mi trabajo. Además si me matas, te van a ahorcar y mucho antes de que llegues al patíbulo, habrá otro tipo sentado en el tractor para derribar tu casa. Quieres matar al hombre equivocado. -¿Quién te dio las órdenes?... A él es a quien tengo que matar. -Otra vez te equivocas -responde el hombre montado en la máquina- el banco dio las órdenes. -Bueno, hay un presidente del banco y un consejo directivo. Voy a cargar la escopeta y voy a ir por todos ellos. -El banco sólo sigue órdenes que vienen del Este y si no acata las órdenes lo van a cerrar… -¿Dónde termina todo esto? ¿A quién le puedo disparar? No me voy a morir de hambre antes de matar al hombre que me está matando de hambre”. El personaje encargado del desalojo cierra el diálogo: “La verdad no lo sé. Tal vez no hay nadie a quien disparar…”.
La actual crisis global todavía no se refleja en un clásico de la literatura, pero la escala de la indignación seguro inspirará a las musas, que juntan palabras para narrar historias. Al igual que la furia del hombre que estaba a punto de perder su casa en la novela de Steinbeck, el movimiento de indignación contemporáneo no tiene muy claro quién es su verdadero enemigo. Los indignados franceses y alemanes deberían estar enojados con los burócratas griegos que en una década duplicaron el valor de sus salarios, sin molestarse en cobrar nuevos impuestos. Una fracción de la ira europea también se debería enfocar hacia los contribuyentes griegos que convirtieron la evasión tributaria en un deporte nacional, mientras el gobierno de Atenas ocultaba, mentía y tergiversaba las cuentas públicas. Humberto Moreira en el Mar Mediterráneo.
En Estados Unidos, la zona cero de la indignación estalló en Wall Street. Sin duda, el sistema financiero gringo tiene un enorme grado de responsabilidad. Quienes vieron que el Titanic se dirigía hacia el iceberg, en su mayoría, optaron por hacer un buen negocio del naufragio. Como lo explica el periodista financiero Michael Lewis: “Ninguna compañía de seguros te vendería una póliza contra el incendio de la casa de tu vecino, pero sí hay complejos instrumentos financieros que te pagan una prima si fracasan las inversiones de otras personas”. Cuando la proa del trasatlántico chocó con la montaña de hielo y el precio de las casas hipotecadas comenzó a caer, hubo quien se empacó fortunas inimaginables.
Sin embargo, el contexto regulatorio que incubó la crisis existía desde fines del siglo pasado. Durante el gobierno de Bill Clinton se permitió que los bancos que reciben depósitos de los ahorradores también pudieran dedicarse a actividades de inversión con riesgos especulativos. Asimismo, se dejaron sin regular los instrumentos financieros que te permiten asegurarte contra el incendio de la casa del vecino (credit-default swaps). Con el loable objetivo de darle vivienda a personas de bajos recursos se flexibilizaron los requisitos para obtener una hipoteca. Los bancos son culpables de jugar con las reglas e incentivos que impuso la autoridad.
El movimiento de los indignados es una catarsis emocional contra la crisis económica y la negligencia política. Como el personaje de Steinbeck, los indignados no tienen muy claro cuál es el blanco ideal para apuntar su escopeta. Sin embargo, cualquier acción de gobierno que obligue a socializar las pérdidas de negocios privados será un campo fértil para sembrar Las viñas de la ira.