El riesgo de ser portador de COVID-19

FOTO: MAGDALENA MONTIEL / CUARTOSCURO.COM

Hace dos semanas me convertí en madre por tercera vez. Tenía la expectativa de que sería un parto sin contratiempos, a pesar de los respectivos ajustes por la pandemia. Sin embargo, en la semana 36 de gestación junto con unas contracciones prematuras llegó un periodo de incertidumbre totalmente inesperado, que me dejó ver algunas carencias serias de la respuesta de nuestro sistema de salud.

Las contracciones fueron una falsa alarma, pero lograron que adelantaran la prueba rápida de COVID-19 que me pedía el hospital como parte del protocolo. Para mi sorpresa, ésta salió positiva sin tener ni un solo síntoma. Tras ese resultado, solicité la prueba para todos los habitantes de mi casa quienes también resultaron positivos y asintomáticos.

En mi caso, era difícil definir en qué etapa de la enfermedad estaba. La baja carga viral y la falta de síntomas podrían ser reflejo del principio o del fin del padecimiento, cada escenario con implicaciones diferentes para el parto. Así que me mandaron a realizar una serie de estudios de sangre y una tomografía de tórax para descartar señales de deterioro en mi cuerpo.

Todo salió normal, así que la recomendación de los doctores que analizaron mi caso (un ginecólogo, un internista, un infectólogo y un neonatólogo) fue permanecer en reposo apostando a que la prueba saliera negativa antes de que naciera la bebé. Tres semanas y cuarto pruebas después, así fue.

¿En dónde me contagié? Imposible saberlo a ciencia cierta. A pesar de llevar una cuarentena relativamente estricta desde mediados de marzo, por causas de fuerza mayor tuve contacto con dos personas que tuvieron COVID-19. Sin embargo, el día que me hice la primera prueba habían pasado 18 días de haberlas visto.

Además, aunque el primero de abril se anunció de forma oficial que las embarazadas no tendríamos que hacer personalmente el trámite de maternidad en el IMSS , la clínica familiar que me corresponde no le recibió los documentos a mi esposo y me hizo acudir dos veces por diferentes burocracias. Más aún, debido a que el escritorio virtual no servía para dar de alta mi CLABE, también tuve que ir al banco.

Más allá de la incertidumbre y la presión de esos días, mi historia tiene un final feliz. Desafortunadamente, hay por lo menos 10,167 familias (al primero de junio) de quienes han fallecido por la COVID-19 que no pueden decir lo mismo. Por ello, las fallas en el sistema de salud y en el manejo de la pandemia cobran suma relevancia.

Primero, la falta de pruebas masivas es muy preocupante en un país que a partir de este mes buscará regresar a la “nueva normalidad”. Si a mí no me hubieran detectado a tiempo, pude haber contagiado a todo el personal de salud que me atendió durante el parto y la hospitalización, así como al resto de pacientes internados.

Más aún, pareciera que los asintomáticos no cuentan. El 23 de mayo, la Secretaría de Salud dijo que en las cifras oficiales no se contabilizan a los pacientes confirmados asintomáticos, por ser considerados portadores que no desarrollan la COVID-19. Un portador puede no enfrentar el riesgo de complicarse, pero sí contagiar a otras personas que podrían terminar en estado crítico. Esto debería contemplarse en la toma de decisiones relacionadas con la pandemia.

Segundo, hacen falta protocolos respecto a las personas asintomáticas. En el sector público no se aplican pruebas para detectar a los pacientes que requieren otros servicios de salud y tienen COVID-19. Esto pone en riesgo al personal médico, sobre todo en clínicas y hospitales que no cuentan con el equipo de protección personal para tratar a algún portador o caso sospechoso.

Situaciones similares también se pueden presentar en las actividades económicas. Al abrir la economía, podrían haber trabajadores asintomáticos que contagien a otros. Por ello, la importancia de mantener las medidas sanitarias en el hogar y en los centros de trabajo, así como proteger a los grupos con mayor riesgo de complicaciones.

Tercero, hay una gran descoordinación al interior de las instituciones y entre autoridades. Yo experimenté la dificultad para que los proveedores de salud del IMSS apliquen las medidas que provienen de las oficinas centrales. Sin embargo, no es el único ejemplo. También hemos visto posturas muy diferentes entre los gobiernos locales y el Gobierno federal, e incluso entre funcionarios del mismo Gobierno federal que mandan mensajes contradictorios a la población.

La “nueva normalidad” necesita más pruebas, mejores protocolos, mayor coordinación entre autoridades y cooperación entre los diferentes sectores. Si esto no se logra, el dolor, la incertidumbre y los sacrificios que hemos hecho los mexicanos habrán sido en balde.

Publicado por Expansión
08-05-2020