En mis años de infancia y adolescencia, ir al cine era una experiencia de terror. En el México de los años setenta y ochenta, las colas para comprar el boleto en la taquilla podían durar más que toda la película. A la mitad de la exhibición se interrumpía la cinta y se invitaba al público a utilizar el intermedio para ir a la dulcería. La calidad de las salas de cine estaba determinada por el tipo de fauna nociva que deambulaba entre las butacas: “Aguas, ese cine tiene ratas”.
A la hora de comprar golosinas y refrescos había que formarse en dos filas distintas. El sindicato tenía “trabajadores especializados” en la venta de dulces y otro grupo dedicado exclusivamente a la venta de bebidas gaseosas. Alejandro Ramírez, director general de Cinépolis, recuerda que en su infancia acompañó a su padre a visitar una sala de exhibición y encontraron que el suelo del cine estaba alfombrado con palomitas. El director general de la empresa le pidió a un trabajador de la sala que por favor limpiara el tapete de granos de maíz. El empleado respondió que, para barrer las palomitas, antes necesitaba una orden directa del delegado sindical. La empresa no podía decidir cuántos trabajadores necesitaba por sala. Si un empleado era descubierto robando boletos, no podía ser despedido y el sindicato sólo lo trasladaba a un cine distinto en otra parte de la ciudad. Los consumidores y las empresas estaban al servicio del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC).
Sin embargo, a partir de 1992 todo empezó a cambiar. Se permitió que las empresas de exhibición determinaran el precio de los boletos en la taquilla, en lugar de dejar la responsabilidad a un ilustrado burócrata cinematográfico. La privatización de las salas en propiedad del Estado generó la competencia entre varias compañías del sector. En la ciudad de Aguascalientes, la empresa Cinemark rompió el monopolio del STIC al firmar un contrato de trabajo con el naciente Sindicato Progresista Justo Sierra. Los directivos de Cinépolis le advirtieron al STIC: “o cambia el sindicato o cambiamos de sindicato”. El nacimiento del Justo Sierra terminó con la capacidad de extorsión del STIC. Los líderes sindicales decidieron modernizar a su gremio. La historia de éxito de Cinépolis es también la narrativa del STIC, un sindicato que se logró adaptar a la transformación de los tiempos.
Este proceso catalizó una dinámica de competencia entre precios, salas de exhibición y sindicatos que ha convertido a nuestro país en una de las naciones más cinéfilas del planeta. En 1998 se vendieron en México 36 millones de entradas al cine, para 2010 este número se multiplicó por cinco al rebasar los 180 millones de boletos. Somos la doceava economía del planeta y el onceavo país más poblado del mundo, pero en términos de demografía cinematográfica somos el quinto mercado en ventas de boletos de cine.
Imagina por un instante qué ocurriría en México si la historia de nuestros cines se pudiera replicar en Pemex o en el sector educativo. Esta semana un grupo de 7 mil 500 maestros decidió cortar una flor del jardín de Elba Esther Gordillo y formar el Sindicato Independiente de Trabajadores de la Educación de México (SITEM).
Es temprano para afirmar que la existencia del SITEM tendrá fuerza suficiente para transformar los usos y costumbres del SNTE y su millón de agremiados. Sin embargo, la competencia sindical podría ser la semilla de una revolución, donde los sindicatos magisteriales se transformen en organizaciones dedicadas a defender los derechos laborales de los maestros. Hoy, estos gremios se dedican más a la extorsión presupuestal y al control político. En enero pasado, el nuevo gobernador de Tamaulipas, Egidio Torre, se negó a darle al sindicato su cuota de plazas dentro de la Secretaría de Educación del estado. En respuesta, los maestros amenazaron con suspender las clases hasta recibir sus cuotas de poder y presupuesto. El gobernador dobló las manos. Me recuerda la historia de una alfombra de palomitas.