El Rey ha muerto, viva el Rey. En esta frase de siete palabras se comprime el ágil proceso de sucesión en un régimen monárquico. El cuerpo del difunto soberano aún yace tibio, cuando ya se festeja el comienzo de un nuevo reinado. La velocidad en el cambio de la corona es un mecanismo para garantizar la estabilidad política. En un parpadeo, el nuevo Rey asume las riendas del poder antes que se despierten las tentaciones de otros personajes de la nobleza que también ambicionan a ocupar el trono. En las democracias, los procesos de sucesión son un poco más complicados ya que no es el capricho de la divinidad sino la voluntad de los ciudadanos quien elige al nuevo gobernante.
En México tenemos uno de los procesos de sucesión más lentos del mundo. En Gran Bretaña, si hay cambio de gobierno, el camión de mudanzas pasa a recoger las chivas del primer ministro saliente un par de días después de las elecciones. El nuevo ocupante del número 10 de la calle Downing ingresa a la residencia del jefe de Gobierno británico pocas horas más tarde. En Estados Unidos, las elecciones son en noviembre y la toma de posesión ocurre en enero, dos y medio meses después. En nuestro país hay cinco meses entre el día de la elección y el instante en que el presidente entrante se tercia la banda en el pecho. En el interregno del año 2000, Vicente Fox perdió una oportunidad histórica entre el desconcierto y la frivolidad. Seis años después, Felipe Calderón invirtió todo su esfuerzo y capital político en asumir el cargo y preservar la gobernabilidad del país.
En el 2012, las controversias derivadas de la elección se están atendiendo por medio de las instituciones judiciales. La izquierda y el PAN han recurrido a los tribunales para despejar la incertidumbre sobre la influencia del dinero en la emisión del sufragio. Los jueces tendrán que dirimir si los dichos de AMLO están sustentados en la evidencia o la estridencia. A pesar del pleito judicial y mediático sería un desperdicio histórico dejar pasar el tercer interregno de la transición democrática mexicana. Los tres procesos de sucesión presidencial acumularían 15 meses, donde la República despilfarró valioso tiempo en las quinielas del gabinete.
Dicen los fotógrafos que la mejor luz para alimentar su oficio ocurre en las horas del alba y el ocaso. En la política mexicana sucede algo semejante, durante ese periodo entre el crepúsculo de un sexenio y el albor del siguiente. Ese intervalo entre dos gobiernos es un lapso donde la responsabilidad de los cambios se puede distribuir entre dos presidentes. Las facturas y responsabilidades de las refor- mas se reparten entre el legado de un mandatario y la emergente autoridad de su sucesor. Además, en el interregno no hay elecciones ordinarias en estados y municipios que distraigan la atención de los partidos. La aprobación de la reforma laboral se canceló dos veces, primero por las elecciones a gobernador del Estado de México, en 2011, y después por los comicios federales del 2012. En 2013 habrá votaciones para gobernador en Baja California.
Parece una ingenuidad suponer que en medio de la tensión postelectoral se puede pensar en reformas de gran calado. Con el movimiento #YoSoy132 en las calles y plazas del país parecería un superávit de candor suponer que el horno está a la temperatura para cocinar bollos. Sin embargo, la propuesta que presentó el PRI para fortalecer la transparencia en los tres niveles de gobierno debería tener algún eco en la agenda del PAN y el PRD. Mientras no haya instituciones sólidas de fiscalización y transparencia en estados y ayuntamientos, México tendrá una democracia sin rendición de cuentas. La democracia no sólo es un mecanismo para elegir a los individuos que detentan el ejercicio de la autoridad política, sino un sistema de pesos y contrapesos para ponerle frenos a dicho poder.