Esa cifra fue la diferencia entre el primer y el segundo lugar en las pasadas elecciones presidenciales en México. El 1o. de julio, Enrique Peña Nieto se convirtió en el candidato más votado en la historia de la democracia mexicana. Es la victoria más holgada de un aspirante presidencial desde 1994. El alud de sufragios debería representar un acervo de capital político que le permitiera al Presidente electo tomar distancia de aliados incómodos e impresentables. El inminente mandatario ha insistido que su gobierno no representará una vuelta al pasado. Sin embargo, en el tema de la reforma laboral, la agenda del PRI ha sido determinada por los liderazgos sindicales heredados del viejo régimen. Al parecer los 3.3 millones de votos que le permitieron ganar la Presidencia no fueron suficientes para obtener el poder.
Hace un mes Peña Nieto afirmó que “un presidente no tiene amigos”. Hoy el PRI está dispuesto a descarrilar la reforma económica más importante en varios sexenios, a cambio de preservar la opacidad en las elecciones y las finanzas sindicales. Esa manifestación de lealtad es una consideración que sólo se le concede a las amistades indispensables. La iniciativa de reforma laboral que presentó el presidente Felipe Calderón no le exige a los líderes sindicales que donen un riñón o acepten concesiones desmesuradas. Simplemente se pretende que el principio del voto libre y secreto sea la base de la democracia sindical. La iniciativa preferente, en su forma original, buscaba que los trabajadores tuvieran información básica sobre el uso y destino de las cuotas que entregan a sus líderes. Estas propuestas, que causan tanto escozor a los caciques del sindicalismo nacional, son las normas y hábitos de conducta de cualquier organización gremial en un país civilizado.
La reforma laboral contiene avances muy importantes en el ámbito económico que permitirán vigorizar a las Pymes y reducir la informalidad. La propuesta también fortalece los derechos laborales de las mujeres y amplía las oportunidades de los jóvenes que no encuentran alternativas de empleo en la economía formal. Como sostiene Manuel Molano, director adjunto del IMCO, el límite al pago de los salarios caídos en los juicios laborales ya es un cambio estructural que implica importantes beneficios al país. Todos estos elementos de la reforma están en riesgo de quedarse en el pantano porque los priistas son amigos leales de las mafias sindicócratas y los senadores panistas parecen demasiado adversos al pragmatismo.
La política no es un oficio fácil que permita construir escenarios ideales. El presidente Calderón no logró doblegar a sus adversarios. El presidente Peña Nieto no quiso o no pudo confrontarse con sus aliados. México se encuentra ante una disyuntiva vergonzosa y complicada: hay que ceder ante las presiones de los charros sindicales para que logren sobrevivir los preceptos de racionalidad económica en la reforma laboral. El dilema nos debería de dar náuseas.
Ojalá que los senadores del PAN aprueben la reforma laboral que enviaron los diputados porque esta iniciativa podría mejorar las posibilidades de empleo de millones de mexicanos. Sin embargo, no debemos perder de vista que el costo de avanzar la iniciativa en su parte económica, implica una claudicación ante la corrupción y el autoritarismo de los charrosaurios.
Las aspiraciones modernizadoras del presidente Peña Nieto han sido diluidas y atemperadas por la fuerza de sus propios aliados. ¿Quién manda a quién? Las cadenas de mando y autoridad entre el viejo sindicalismo y el nuevo gobierno no están del todo claras. Tres millones de votos no fueron suficiente capital político para ganar autonomía de decisión frente a las fuerzas del pasado.